

La cuaresma comienza el miércoles de cenizas; este año, ha comenzado el 17 de febrero. En la misa se lee el evangelio de Mateo 6,1-6 y 16-18. Es un pasaje en el que Jesús se refiere a tres prácticas de piedad: la limosna, la oración y el ayuno. Jesús no plantea aquí el valor o el sentido de estas prácticas, sino el modo como él piensa que se deben realizar. Pone en guardia a sus discípulos contra el modo como las practican los que llama “los hipócritas”, que son en concreto los fariseos. Este modo de practicarlas le parece viciado, porque, a su juicio, las hacen para ser vistos por la gente; podemos deducir que se trata de conseguir el aplauso de quienes los ven, y aumentar así su prestigio. Jesús propone a sus discípulos un camino diametralmente opuesto, que consiste en practicarlas en secreto, no para ser vistos por la gente, sino a solas con Dios. Los hipócritas reciben su recompensa de la gente, los discípulos de Jesús la deben esperar sólo de Dios.
¿Qué sentido ve Jesús en estas prácticas? En el pasaje que estoy comentando no lo explicita. En otros lugares del evangelio encontramos que Jesús se refiere abundantemente al valor de la oración y al del amor al hermano necesitado, una de cuyas formas concretas es la limosna. Sobre el ayuno, en cambio, no hay mucho. Los evangelios sinópticos relatan que Jesús, después del bautismo de Juan, ayunó 40 días (Mt 4,2 y Lc 4,2), lo que es una clara referencia al ayuno de Moisés antes de sellar la Alianza entre Dios y el pueblo de Israel (Dt 9,9); en cierto sentido, más allá de si ese ayuno es un dato real, el relato quiere decirnos que Jesús es el nuevo Moisés, que viene a sellar una nueva alianza del pueblo con su Dios. En una oportunidad le preguntan a Jesús por qué sus discípulos no ayunan como los del Bautista y los de los fariseos. Jesús responde comparando la relación que él tiene con sus discípulos con la que hay entre un novio y sus amigos, en dos situaciones: cuando el novio está presente, los amigos no ayunan; cuando ya no esté, ayunarán. Esto implica que Jesús valora el ayuno, pero lo subordina a valores superiores. Sin embargo, tampoco en este pasaje explicita el valor que le reconoce.
Hoy, me parece, los cristianos no desconocemos el valor de la oración y del amor fraterno, pero muchos no ven el sentido del ayuno y echan de menos una palabra de Jesús que lo muestre. ¿Qué ha sucedido? A mi juicio, un factor que nos ha hecho perder el sentido del ayuno –probablemente no el único– es el valor que se le atribuye en nuestro tiempo al goce, al placer. Muchos buscan ante todo pasarlo bien, estar siempre entretenidos. Proliferan los juegos, las invitaciones a viajar, a tener experiencias extremas, “adrenalínicas”. Se habla a veces del “hedonismo” de la cultura actual (de la palabra griega que significa placer). En este escenario, ¿qué valor puede tener el ayuno?
Si lo tomamos en sentido amplio, el término “ayunar” se refiere a abstenernos no sólo de algún alimento, sino de cualquier estímulo que nos produce algún tipo de placer, sea legítimo o no: el cigarrillo, el alcohol, el sexo, etc. ¿Por qué la acción de abstenerse de algo que procura placer puede ser valiosa?
En los escritores cristianos de los primeros siglos –que se refieren fundamentalmente al ayuno de la comida– se encuentra una primera respuesta que, a mi juicio, sigue siendo válida. El sentido del ayuno es el amor al hermano: se trata de abstenerse de un alimento para darlo al que pasa hambre, dándole concretamente ese alimento o bien el dinero que yo no he gastado al no comerlo. Es decir, para esos primeros cristianos el ayuno no tiene un valor en sí mismo, ni por su carácter ascético ni, menos aun, porque me permite ahorrar para acrecentar mis bienes; para ellos, el ayuno es indisociable del amor al necesitado.
Tiene también un vínculo con la oración, en la medida en que, abstenerse por una vez de algo necesario para la vida puede ser un signo de que queremos acentuar la conciencia de que nuestra dependencia radical no es de los alimentos sino de Dios. Tampoco la limosna (más en general el amor fraterno) se puede disociar del amor a Dios, que se vuelve falso si no va acompañado del amor al hermano: “Si alguno dice: ‘Yo amo a Dios’ y, a la vez, odia a su hermano, es un mentiroso; porque quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve” (1 Juan 4, 20). “Si alguno que posee bienes materiales ve que su hermano está necesitado y le cierra sus entrañas, ¿cómo puede residir en él el amor de Dios? Hijos míos, no amemos de palabra, solo con la boca, sino con obras y según la verdad” (1 Juan 3, 17-18).
Así, las tres prácticas a las que Jesús nos invita al inicio de la cuaresma –el ayuno, la oración y la limosna– se presentan como indisociables, de manera que pierden su sentido cristiano si se las separa de las otras.
Me atrevo a añadir un segundo valor del ayuno, que se me ha ido presentando en mi experiencia personal (y que quizá muchos han descubierto antes que yo).
Se trata de la libertad que se adquiere al “ayunar” de algún determinado consumo que se ha vuelto o corre el riesgo de convertirse en una adicción. Esto suele suceder con los juegos. Es conocida la ludopatía provocada por el casino, al punto que un ludópata puede –no sé si debe– hacer estampar en su carnet de identidad esta condición para que se le impida el acceso. Mucho más extendida es la adicción provocada por los juegos electrónicos que se descargan en el celular o en el computador. Me ha pasado con el spider, un juego de naipes que me entretiene mucho, sobre todo cuando es difícil, porque no sale al primer intento; en la versión que tengo se puede repetir las veces que uno quiera, y en esos casos me suelo encarnizar hasta que lo saco (o me convenzo que no sale). He descubierto el enorme bien que me hace dejar de jugarlo por períodos. A veces basta con algunos días y recupero la sensación interior de libertad. Me he acostumbrado a no jugar durante la cuaresma y el adviento.
Pienso que nuestra libertad tiene alguna semejanza con nuestra musculatura. Cuando dejamos de usar determinados músculos, porque tenemos una parte del cuerpo enyesada o hemos estado postrados largo tiempo en cama, al recuperar la salud muchas veces tenemos que someternos a terapia kinesiológica porque algo se nos ha atrofiado. Asimismo, los deportistas saben que necesitan entrenar periódicamente para mantenerse en forma. Creo que lo mismo ocurre con nuestra libertad: tenemos que ejercerla, para que mantenga su vigor. No en vano se habla de la “fuerza de voluntad”. El deseo de hacer el bien es inoperante si no va acompañado de esa fuerza. Abstenerse (“ayunar”) de aquello que tiende a debilitar nuestra fuerza de voluntad puede contribuir a mantener viva y fuerte nuestra libertad. Además, sentir que somos libres, que no somos esclavos de una adicción dañina, nos hace un bien muy grande.
© Con los debidos derechos cedidos a Kairós News. Este artículo es la homilía del autor en la celebración del Miércoles de Ceniza 2021 realizada en el templo de los Sagrados Corazones de Valparaíso. Los subrayados son del editor.
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