Hemos estado, sin duda, muy agitados. Incluso extraviados en un país, un mundo, que se mueve y se debate entre tantas atropellos que originan rabia y decepción a todo nivel. La pandemia eterna, empantana nuestra vida viviendo casi al límite entre desconfianzas, cansancios, culpabilidades y temores. El desaliento nos invade y cruelmente, cuando no podemos descansar de manera apropiada en un verano tórrido. Nos invaden sentimientos malignos que quedan empozados en las noches de insomnio. Dudamos de toda autoridad. Nos sentimos huérfanos de una iglesia que no sabemos donde está. Vivimos al límite y reconocemos fracasos de pareja y de convivencia familiar. La economía ha estado al limite hipotecando nuestras futuras pensiones para sobrevivir.
No deseo ser profeta de calamidades y centrarme solo en lo negativo pero es necesario frente a tanta crisis, reconocerlas y colocarles rostro. La evitación y el ocultamiento eclipsa lo que debe ser liberado desde la acogida compasiva y de una solidaridad que rompa todo individualismo. Somos una especie de “mono porfiado” que se le pega pero sigue dando la cara aunque quede con cicatrices. Llama la atención y sin duda, es salud mental, reírnos de nuestras tragedias, como la vemos en la redes sociales, luego de tantas calamidades, aunque sabemos que estamos en una situación limite, cada vez mas en esta área.
Sostener la crisis dándole un sentido, es el primer paso para recuperar el alma personal y social, hoy tan herida. Fue el Cardenal Raúl Silva Henríquez en su famosa homilía del 18 de septiembre de 1974 que comenzó a clamar por la búsqueda y la mantención de los más profundo de nuestro ser chileno en los inicios de la dictadura. Se atrevió a sembrar caminos de diálogo y de entendimiento, implorando a lo más vital de nuestra alma colectiva y personal en medio de la polarización y el dolor. Con una mirada retrospectiva, imploramos a este verdadero pastor para que pueda surgir el milagro de esas semillas que brotan luego de muchísimo tiempo.
Clamar y soñar nos ayudan en tiempos de desierto aunque sea duro. Hay un caudal de tanta injusticia reprimida que sigue desahogándose a pesar de la represión. Su porfía los alimenta por la búsqueda de un Chile nuevo. El Cardenal Silva Henríquez ya exhortaba al “primado del orden jurídico” en tiempos actuales de cambio de nuestra Constitución. Imaginamos un nuevo orden fundado en los derechos de los más desposeídos. Para esto “necesitamos los consensos” basados en los intereses reales de la mayoría que ve con espanto cómo termina el mes. Agotados y enfermos de tanta individualidad, la pandemia nos hizo ver paradojalmente la necesidad de la solidaridad, la compasión y los vínculos. Para no morir necesitamos este cambio de paradigma y de conciencia. Quizás, esta es la mayor enseñanza paradojal de la pandemia.
Don Raúl hablaba que “Chile crece mejor en el dolor”. Con gran respeto por la situación trágica de ese entonces, se atrevía a dar un sentido a ese momento de sufrimiento, de odios y de lágrima amargas. Profundiza desde la Cruz con realismo y esperanza. Como profeta se arriesga a expresar la voz del misterio de Dios.
El tiempo actual puede tener un rumbo al invocar la fe urgentemente. A visualizar y a mover los fondos de espiritualidad. Un grito de humanidad que nos puede sostener en medio de tanta decepciones. Un clamor que nos invita a los cristianos a ser creativos en tiempos de hastío, de sospechas y de cansancios. La porfía de encontrar caminos en medio de la tormenta. La locura de volver a construir, resquebrajados por la desconfianza. Atrevernos al desafío de nuestra fe por senderos renovados que nos inviten a soñar, luego de tantas pesadillas. Tiempos del espíritu, sin ingenuidad, arriesgándonos a crear desde la debilidad y la duda. El alma cuando tiene que construir grandes tareas se agranda. ¡Este es el tiempo!
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