El agua, desde los albores de la historia, se ha considerado —y de hecho lo es— un sustento vital y signo de vida, ya que sin ella no podemos existir, y aunque parezca una afirmación tan básica y obvia, últimamente nos venimos enfrentando a situaciones que, en la práctica, desconocen este bien como un derecho fundamental para la subsistencia del ser humano.
Es tan importante el agua, que también las diferentes creencias y religiones la sitúan como un elemento que refiere a la divinidad como centro de la vida. En la Biblia, por ejemplo, hay muchas expresiones metafóricas que aluden a la sed con la que buscamos a Dios: “mi alma tiene sed de ti…como tierra reseca, agostada, sin agua” (cf. sal 62,2). El agua sacia la sed, Dios sacia nuestros anhelos de plenitud y trascendencia.
También Jesús habla de sí mismo, en estos términos en el Evangelio de Juan: “el que beba del agua que yo le daré, nunca más volverá a tener sed” (cf. Jn 4,14). “El que tenga sed, venga a mí; y beba” (cf. Jn 7,37). El agua es un bien imprescindible y vital, cada persona necesita calmar su sed en el cuerpo y en el espíritu, pero si somos privados del agua material, es casi imposible que podamos ir en busca de esa agua que nos ofrece trascendencia.
En nuestro país, el agua se define como un bien nacional de uso público. Sin embargo, tanto la Constitución Política en el Art. 19, Nº 24 y el Código de Aguas, permiten al Estado el traspaso de sus derechos de agua a privados sin restricciones temporales ni tampoco formas de uso. Esto ha dado lugar a que seamos un país donde las aguas están casi completamente privatizadas, y a la posibilidad de que los dueños de estos derechos sobre el agua puedan lucrar de ella libremente en el mercado.
Lamentablemente, las consecuencias de estas políticas en relación con el agua, donde unos pocos pueden gozar y lucrar de la misma en desmedro del necesario y vital uso de la población, nos sigue mostrando la tremenda desigualdad que ha sido parte de los reclamos durante el Estallido Social; porque no se puede comprender que en Petorca, por ejemplo, la sobreexplotación del recurso, y la falta de un marco regulatorio que ponga límites en el uso y propiedad de las aguas, tengan a toda una provincia carente de este elemento vital.
Tampoco se comprende que a raíz de los trabajos en una central hidroeléctrica en la zona de San José de Maipo, el abastecimiento de agua para Santiago se vea en muchos momentos en peligro. ¿No es acaso el agua un derecho humano que debiera quedar consagrado con preeminencia a todo interés del mercado?
Lo que parece obvio, en nuestro país no lo es. Por eso tengo esperanza en que la nueva Constitución establezca claramente este derecho, de manera, que poco a poco, la abismante desigualdad entre los chilenos vaya dando paso a políticas que tengan en cuenta el bien de todos sin distinciones, para que el acceso al agua —pese al cambio climático que ya nos aqueja— no sea una dificultad para ninguna persona, y podamos también, una vez satisfecha esta necesidad, pensar y desear esa otra agua que sacia toda sed: Jesús.
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